Por Edwin C. Haungs, S. J.
(traducido del inglés)Prólogo
Hace algunos años, estaba yo parado a
unas dos cuadras de nuestro College Church, en St. Louis, esperando un ómnibus.
De una cafetería salió en ese momento
un hombrecito de tímido aspecto. De su mano izquierda colgaba un paquete que,
sin duda alguna, contenía helados.
Me miró y luego miró para otro lado.
Por fin cuando le sonreí se acercó y levantando el paquete de helados con un
dedo no demasiado limpio, lo puso muy cerca de mi cara. Allí permaneció el
paquete durante todo el diálogo, del cual esta parte es interesante.
“Conoce usted la Iglesia que está a
dos cuadras de aquí?”
Le confesé que pertenecía a la
comunidad que vivía en ella.
“Qué curas raros -murmuró-, qué curas
raros”.
Como este es uno de los adjetivos más
suaves que nos han aplicado en toda época a nosotros los Jesuitas, no me
sorprendí demasiado.
Me di cuenta que esto era sólo la
introducción a algo más importante para él.
Balanceó el paquete de helados
delante de mi nariz.
“Adivine qué llevo aquí?” -me ordenó.
No era difícil contestar, pero viendo
no deseaba mi respuesta, sacudí la cabeza como si estuviese intrigado.
“Helados -dijo-, un kilo de helados…
de frutilla”. Sacudió nuevamente la cabeza y después de agregar “curas raros”,
explicó.
“Esta tarde, cuando volvía de mi
trabajo entré en esa Iglesia para confesarme. Conté mis pecados y cuando dije
que algunas veces no era amable con mi mujer el Padre me interrumpió.
“Qué significa eso”, preguntó.
“¿Qué significa cuando un hombre dice
que no es amable con su mujer? No sabía, y me imagino que titubeé.
“El Padre no dijo nada más, pero
cuando terminé, ¿se imagina qué me dio de penitencia?”
No supe contestar esa pregunta y esta
vez sacudí la cabeza, pues verdaderamente lo ignoraba.
“Curas raros; sí, condenados curas
raros”. El Padre, volviéndose a mí, dijo: de penitencia entrarás en una
confitería al irte a tu casa esta noche y le comprarás a tu mujer un kilo de
helados. Trata que sean de frutilla; he oído que a las mujeres les gustan de
esa clase”.
“Bueno, se imagina mi asombro. Entré
entonces en esa confitería y compré los helados”.
Miró a su alrededor con un aire
preocupado. Luego volvió a hablar, casi era un murmullo.
“Padre, tengo miedo de ir a casa.
Cuando llegue con estos helados, ella creerá que he hecho algo y estoy tratando
de reparar. Pero un hombre debe cumplir su penitencia, aunque signifique
llevarle helados a su esposa”, y siguió calle abajo llevando patéticamente el
pequeño paquete de helados.
Pensé en ese incidente cuando tuve en
mis manos el “Examen de conciencia para matrimonios”, del P. Haungs. Lo leí con
sumo interés. También lo hizo el P. Duwling, quien se interesa seriamente por
la felicidad de un grupo de matrimonios que se reúnen en su oficina para
discutir sus problemas. También se acordaron de aquel incidente los pocos
casados para quienes repasé el librito. Permítanme decirles que tuvieron la
gracia de sonrojarse al leerlo.
Hay dos secciones en un correcto
examen de conciencia. En la primera se pregunta “qué mal he hecho” y la segunda
“qué bien debería haber hecho”.
En la primera sección se refiere a lo
que se relaciona con el pecado. La segunda sección trata de esa olvidada mitad
de la vida cristiana, los deberes de estado.
Nosotros preguntamos cuáles son los
pecados cometidos, pero nos olvidamos de averiguar las virtudes que deberíamos
haber cultivado.
Pocos maridos van a sus casas a
mandar a sus mujeres. Pocas mujeres -a pesar de los chistes- se ejercitan en
tirar cacerolas a las cabezas de sus esposos. Pocos matrimonios católicos son
desunidos en las grandes cosas. Muy pocos de ellos cometen crímenes en el seno
de la familia.
Pero cualquier marido o mujer puede
decir que no son los grandes males los que hacen la infidelidad dentro del
matrimonio.
Pero sí los malos modos, la fría
indiferencia, el descuido, la despreciable bajeza, las discusiones por dinero,
desacuerdos sobre los hijos y su disciplina, riñas por pequeñas cosas, como un
programa de radio o el uso de la pasta de dientes.
Pocos matrimonios fracasan porque el
marido resulta un ladrón profesional, pero muchos casamientos se han hundido
porque el esposo ha guardado sus buenos modales para la oficina y no los ha
tenido luego con su mujer y sus hijos.
Pocas mujeres resultan sierpes
incorregibles. Pero un marido busca en su esposa una combinación de acólito, de
parte animadora, de amiga fiel y oyente bondadosa.
Por lo tanto, cualquier persona
mejorará con sólo tomarse el trabajo de leer las preguntas que el P. Haungs
formula para él y ella.
El P. Haungs está convencido que si
cada esposo y esposa hicieran este examen de conciencia una vez por semana el
descontento entre los matrimonios se reduciría hasta casi desaparecer.
El matrimonio es una carrera, una
profesión difícil. Una persona casada necesita inteligencia y técnica para
vivir feliz con ese ser extraño, encantador, muchas veces inconsecuente y
difícil, a quien juró fidelidad eterna.
Por lo tanto, sabio es el cónyuge que
se detiene a preguntarse cómo triunfa en su carrera del matrimonio y qué
esfuerzo ha hecho para adaptarse a la persona en quien encuentra profunda
alegría o, cosa triste, constante oportunidad de fricción.
Presentamos “Un examen de conciencia
para matrimonios” con la esperanza de que hará mucho buen.
Estamos como a la expectativa por ver
si aquellos que lo leen tratan de convertirse en mejores esposos. Tal vez
lleguen a encerrar una copia del librito dentro de un sobre y lo manden a
alguna pareja cuyo matrimonio se esté enfriando o acercándose al desastre.
Francamente, creo que este librito es
una muy importante contribución hacia la felicidad del matrimonio.
Daniel
A. Lord, S. J.
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